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Perdonar como si fuera la primera vez (Para culminar el Jubileo de la Misericordia III)


Tercera entrega de una serie de meditaciones recopiladas por el Hno. Gonzalo Carvajal, que nos ayudan a profundizar en el sentido de la misericordia, en estos últimos días del Año Jubilar extraordinario.




PERDONAR COMO SI FUERA LA PRIMERA VEZ


La vida es larga, y los dos hermanos (de la parábola del hijo pródigo) tendrán que seguir conviviendo cuando la parábola ya ha terminado. Seguramente se presentarán nuevas ocasiones de conflicto entre ellos, ofensas recíprocas tras las cuales habrá que ejercitar una y otra vez el perdón.


¿Cuántas veces?, ¿hasta dónde llega la obligación de perdonar? Es la cuestión que Pedro planteó al Maestro: «Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si me ofende?, ¿hasta siete veces?». A Pedro le parecía el máximo imaginable. Jesús contestó: «No siete veces, sino setenta veces siete» (Mt 18,21s).


Setenta veces siete, es decir, siempre. Es decir, hay que renunciar a toda contabilidad, hay que perdonar de una manera distinta. Esa conducta que Jesús pide a sus discípulos no es setenta veces más generosa que la exigida por la ley, sino que es de otra naturaleza.


Perdonar siempre significa que cada vez que se repite el perdón es como si fuera la primera vez. Porque lo pasado ya no existe. Porque las ofensas anteriores fueron todas anuladas y todas han sido borradas del corazón.


¿De verdad el perdón exige que olvidemos las ofensas? Habría que hacer antes otra pregunta, más modesta o más realista: ¿acaso es posible ese olvido? ¿Puede un huérfano olvidar el asesinato de su padre? ¿Puede un prisionero olvidar las torturas y vejaciones que sufrió? ¿Puede un marido o una esposa olvidar las infidelidades de su cónyuge? ¿Puede un hermano fiel olvidar el despilfarro y la ruina causados por su hermano pródigo? ¿Puede un hermano arrepentido de sus culpas olvidar la crueldad, la dureza de corazón, la falta de misericordia con que le trató su hermano mayor?


Está escrito en el Talmud. Un hombre dijo a su vecino: «Préstame tu sierra», pero éste se negó. A los pocos días, el segundo dijo al primero: «Préstame tu hacha», y escuchó esta respuesta: «Tú no me prestaste tu sierra, yo tampoco te presto mi hacha». Lo cual se llama venganza —comenta el Talmud—. En otra aldea ocurrió un caso distinto. «Préstame tu sierra», y tampoco allí el vecino la quiso prestar, pero cuando después éste necesitó un hacha, recibió la respuesta siguiente: «Tú no quisiste prestarme tu sierra; sin embargo, yo no soy como tú, aquí tienes mi hacha». ¿Llamaremos a esto perdón?, pregunta el Talmud. Y contesta: No.


¿Realmente el perdón, para ser verdadero perdón, requiere el olvido? Tal vez nos resulte imposible olvidar, pero hay que intentarlo. Sobre nuestra memoria sólo poseemos un poder muy relativo, no está en nuestra mano recordar y olvidar lo que quisiéramos. Es un poder a lo sumo indirecto, que en los antiguos textos de psicología se denominaba «dominio político», en contraposición al «dominio despótico» que ejercemos, por ejemplo, sobre los movimientos del cuerpo. La memoria no se halla sometida así a nuestra voluntad. Pero aunque no podamos olvidar una ofensa tal como desearíamos, sí podemos tratar de conseguirlo.


Tal vez no sea posible olvidar, pero tampoco es lícito fingir y vanagloriarse de haberlo alcanzado. «¿Por qué sigues echándome en cara mis antiguos pecados? —le dijo el marido a su mujer—; yo creía que ya los habías perdonado y olvidado». La mujer replicó: «Es cierto, pero quiero que tú no olvides que yo he perdonado y olvidado». Es una historia que hacía feliz a Tony de Mello.


Tal vez no sea posible olvidar, pero hay que proceder como si hubiéramos olvidado. El verdadero perdón exige obrar de este modo. Porque el verdadero amor «no lleva cuentas del mal» (1 Cor 13,5).


«Sean misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). La misericordia de Dios es total. Su perdón es completo. ¿Cómo expresarlo? La Escritura lo expresa diciendo que Dios «ha olvidado» nuestros pecados (Sal 25,7; 79,8; Is 43,25; 64,8; Ez 18,22; Jer 31,34). Es sólo una manera de hablar pero es la manera más elocuente de explicar en qué consiste el perdón divino, justamente por impropia, por imposible. ¿Cómo podría olvidar nada quien tiene todo presente ante sus ojos? Pues por eso mismo, decir que Dios ha olvidado los pecados resulta el modo más significativo de decir que los ha perdonado por completo: como si no hubieran existido. En otras palabras, Dios nos sigue amando como si no hubiéramos pecado.


Esa sería también la mejor explicación de lo que debe ser nuestro olvido de las ofensas recibidas: hay que perdonar al ofensor amándolo como si no nos hubiera ofendido, es decir, como si de verdad hubiéramos olvidado lo que hizo. Ello implica, evidentemente, que en adelante tendremos que obrar como si nada de lo sucedido hubiera sucedido. Tendremos que deponer las armas, caminando al encuentro de nuestro ofensor sin coraza ni escudo, sin recelo, sin reservas mentales, sin que nada de lo que ocurrió en el pasado influya en nuestra actitud presente o futura.


Su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos (Lc 15. 21). Ni siquiera pronunció una palabra de perdón, que era del todo superflua, que quizá hubiera sido impertinente. Se limitó a manifestar a su hijo pródigo un amor inalterable, intacto, el mismo amor de siempre, el mismo amor que le profesaba antes de su partida.


«Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», decía la antigua versión del padrenuestro. Faltaba añadir que, además de perdonar a quienes nos han ofendido, hay que perdonar a quienes no han correspondido a nuestros dones o favores. Pues bien, son estos dones y favores los que tenemos que olvidar, a fin de poder perdonar como es debido la ingratitud de nuestros beneficiarios. Porque la mano izquierda ha de olvidar el bien que hizo la derecha.


Cuántas veces hemos comprobado que nuestras buenas obras no eran apreciadas o que nuestros esfuerzos no eran reconocidos. Esperábamos una compensación y no llegó, esperábamos alguna muestra de agradecimiento y nos fue negada. ¿Qué decir de estas dolorosas decepciones? En sí mismas carecen de legitimidad, ya que la mano izquierda debía haber ignorado el bien que estaba haciendo la derecha.


Es necesario desprenderse de esta conciencia de acreedores que tan arraigada está en nosotros y que resulta incompatible con el desinterés propio del amor cristiano. A veces nos duele concretamente que no haya sido valorado el perdón que con tanta generosidad concedimos. ¿Acaso no sabemos que el amor «no lleva cuentas del mal»? Tampoco podría llevarlas de esos presuntos méritos inherentes al acto de perdonar.


Una vez más tropezamos con la dificultad de siempre. Tenemos la impresión de estar escuchando un lenguaje retórico, alejado por completo de la realidad humana. ¿A qué vienen esas consideraciones que por fuerza resultan extremosas y utópicas? Tal como ha sido descrito el perdón, en toda su pureza o plenitud, vendría a ser poco menos que impracticable. Por favor, baje usted de las nubes y dígnese poner los pies en el suelo que pisamos los mortales.


A esta objeción, ciertamente muy lógica, incluso inevitable, cabe dar varias respuestas.


Primera. Tan utópico o tan impracticable como lo que ha quedado dicho sería ese mandamiento expreso, por nadie discutido, de ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso.


Segunda. Hay gente, me consta, que perdona así, que sigue amando después lo mismo que amaba antes, y que no sólo vive sin escudo ni coraza, sino que presenta la otra mejilla cada vez que recibe una ofensa.


Tercera. Reconozco que puede parecer una definición maximalista o exagerada del perdón. Toda definición maximalista es teórica, intemporal. En la práctica sólo existen procesos en el tiempo. ¿Un perdón perfecto? Se trataría más bien de un largo proceso de perfeccionamiento, siempre inacabado.


Cuarta. Por lo que respecta al olvido de las ofensas, normalmente el aspecto más problemático del perdón, convendrá suplicar a Dios aquello que nosotros somos incapaces de conseguir. Además de misericordioso, él es omnipotente. Pidámosle lo más difícil, aprender a olvidar.

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