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¿Acusar o excusar? (Para culminar el Jubileo de la Misericordia IV)

Ya llegamos al cuarto texto que nos propone esta recopilación realizada por el Hno. Gonzalo Carvajal, aún faltan dos. Los hemos ido presentando a lo largo del mes como una forma de culminar con plena conciencia este Año Santo de la Misericordia, que termina el domingo 20 de noviembre, último domingo del año litúrgico.

¿ACUSAR O EXCUSAR?


La misericordia del Padre, que nosotros estamos obligados a imitar, se reveló en el Hijo, el cual constituía su «imagen perfecta» (Heb 1,3; Col 1,15), su expresión ideal en la tierra. Conviene tener presente que Jesús expuso la parábola del hijo

pródigo en respuesta a esta acusación: «Anda con pecadores y come con ellos» (Le 15,2). Jesús es la imagen perfecta del Padre que acoge con indecible amor a su hijo extraviado.


«Jesús dijo: Padre, perdónales, que no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Quedaba por registrar esta cualidad tan importante de la misericordia, su disposición a exculpar al ofensor. En la descripción que san Pablo hace del amor cristiano, tras afirmar que «no lleva cuentas del mal», dos versículos después añade: «lo disculpa todo» (1 Cor 13,7).


Para disculpar no hace falta ser ingenuo ni tampoco clarividente. Madame de Staél aseguraba que si uno pudiera comprenderlo todo, lo perdonaría todo. Probablemente es verdad, pero la inversa no tiene por qué serlo. Quiero decir que el hecho de perdonarlo todo no supone necesariamente comprenderlo todo. Más bien uno renuncia a comprender desde el momento en que ha renunciado a juzgar.


A veces cuesta más disculpar las ofensas que han herido a una persona amada, más que aquellas otras de las que uno mismo es víctima. Cuando se trata de algo meramente personal, basta quizá un cierto sentido de la propia dignidad para quitar importancia al agravio. Pero cuando el daño es inferido a alguien a quien queremos, si desestimamos la ofensa, si disculpamos al ofensor, parece que estamos traicionando el afecto debido a esa persona.


Quizá no esté de más recordar que, a fin de perdonarnos Dios a nosotros, «no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros» (Rom 8,32). La mención del hecho redentor viene a situar este tema en sus verdaderas dimensiones. Disculpar no significa negar la existencia del pecado.


Desgraciadamente, hay una tendencia a excusarlo todo, de modo global y enfático, basada en la presunción de que el pecado humano carece de importancia. La indulgencia cristiana nada tiene que ver con esa frívola exculpación general. Frívola y, al mismo tiempo, hipócrita. Basta comprobar cuán fácilmente disculpamos lo que no nos atañe y qué difícil resulta disculpar aquello que afecta a nuestra persona o a una persona allegada. ¿Cuál fue el comportamiento de Jesús? Por una parte, se mostró indulgente y excusó ante el Padre precisamente a sus propios verdugos; por otra parte, dio la vida en expiación de los pecados, lo cual es el modo más irrebatible de afirmar la existencia y gravedad de los mismos.


Resulta muy significativa aquella actitud que, en la parábola del hijo pródigo, adoptó el hijo mayor con relación a su hermano. Acumula los reproches contra él, muestra todo su rigor y severidad; en vez de excusarlo, lo acusa con vehemencia. ¿Por qué? Independientemente de que sus intereses económicos hubieran quedado lesionados o no, es indudable que el recibimiento dispensado a su hermano lo sintió como un agravio comparativo. ¿Habría sido tan severo si el episodio no le hubiera afectado ni material ni moralmente?


Insisto, disculpar no significa negar la existencia del pecado. El pecado existe, dentro y fuera de nosotros. Y el primer deber es intentar erradicarlo de nuestro corazón. Pero no termina ahí nuestra responsabilidad. ¿Qué hacer frente a los pecados del prójimo?


El viejo lema dice: «odiar el pecado y amar al pecador». ¿Basta con odiar los pecados, con detestarlos interiormente? San Agustín añadía algo más: «El odio ha de mantenerse de tal modo, que ni odie al hombre por el vicio ni ame el vicio por el hombre, sino que odie el vicio y ame al hombre. Destruido el vicio, quedará únicamente lo que debe amar y nada de lo que debe odiar» (De Civit. Dei 14,6).


Hace falta, pues, procurar destruir el vicio, empeñarse en que desaparezca. Para lo cual será necesario oponerse de algún modo al pecador, asumiendo ante él una actitud que bien podría llamarse beligerante. ¿A pesar del amor que se le debe? Más bien a causa de este amor, ya que se trata de impedir que siga haciéndose daño a sí mismo a la vez que perjudica a los demás. Sin embargo, no es extraño que él perciba en esa actitud, al menos de manera inmediata, un cierto elemento de hostilidad.


Una vez más será el Maestro, el que disculpó a sus verdugos, quien venga a completar la enseñanza con su propio ejemplo. Él amaba a todos infinitamente, pero no a todos del mismo modo: amaba a los oprimidos poniéndose de su parte, y amaba a los opresores poniéndose en frente de ellos. ¿Qué actitud adopta ante los fariseos? No los disculpa, sino que denuncia enérgicamente su pecado, los desenmascara, los anatematiza.


Queda todavía un último paso, un último requisito por cumplir, indispensable para que el perdón sea total, para que sea cristiano. Después de excusar a mi ofensor, he de acusarme a mí mismo. Y así como para lo primero no hacía falta ser un ingenuo, tampoco para lo segundo hace falta ser un masoquista; basta en ambos casos un mínimo de lucidez. Porque al fin me he dado cuenta de la «viga» que tengo en mi propio ojo, en cuya comparación apenas es nada esa «paja» que había descubierto en el ojo ajeno (Mt 7,3).


La paja y la viga, es decir, las ofensas que yo he recibido de mi prójimo y las ofensas que yo he cometido contra Dios. La desproporción entre unas y otras resulta inconmensurable, absoluta. ¿Cómo no disculpar aquéllas si las comparo con éstas?, ¿cómo no acusarme de éstas si las comparo con aquéllas?


Hemos hablado del olvido, de lo difícil que es olvidar una ofensa, por muy sincero que haya sido nuestro perdón. Conviene saber cómo se produce el olvido dentro de los procesos normales de la memoria. Antiguamente se creía que era por un progresivo desvanecimiento del recuerdo, efecto de la erosión natural de los días. Hoy está demostrado que ningún recuerdo desaparece, sino que va a parar a un nivel subconsciente, sepultado bajo otros recuerdos, algo así como ocurre con las sucesivas escrituras de un palimpsesto. Pues bien, he ahí una manera de intentar olvidar las ofensas que hemos recibido, escribiendo encima las ofensas que nosotros mismos hemos cometido contra Dios. El recuerdo de éstas debería sobreponerse, debería prevalecer hasta el punto de borrar el recuerdo de aquéllas.


En definitiva, sólo quien experimenta la necesidad de ser perdonado puede perdonar debidamente. ¿Cómo podría perdonar a su hermano el hijo fiel, el llamado hijo fiel, el que se considera a sí mismo hijo fiel y sujeto irreprochable?


Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Perdonamos a la vez que nos reconocemos pecadores. Sólo así se evita aquel sentimiento de superioridad, tan peligroso, al que varias veces me he referido. Digamos que el perdón requiere humildad en quien lo practica. Es cierto que la humildad debe estar presente en toda virtud, y especialmente en el ejercicio de esa virtud primordial que es el amor. No para que éste sea perfecto, sino simplemente para que sea verdadero. Sin humildad, el amor se convierte en una especie de tiranía del amante sobre la persona amada. Sin humildad, la caridad hacia los necesitados pasa a ser una modalidad más de opresión. Sin humildad, el perdón es otra forma de vejación, donde el que lo otorga humilla al que lo recibe.


Recuerdo aquella manifestación antirracista que hace unos años tuvo lugar en Cicero, Estado de Illinois, una más entre las innumerables celebradas antes y después, pero que se ha hecho célebre por dos razones: una, por el durísimo ataque que contra los manifestantes realizaron las fuerzas segregacionistas con la complicidad o al menos la pasividad de la policía; y dos —que es la razón que aquí nos interesa—, por las palabras que sobre aquel episodio pronunció luego una de las personas que participaban en la manifestación, una monja llamada sor Angélica, palabras que luego han sido muy repetidas en algunos círculos de la Iglesia americana. Entre los racistas que tan violentamente se comportaron había muchos blancos católicos. Sor Angélica quedó gravemente herida y estuvo a punto de morir. Fue después, al recobrar el conocimiento, cuando pronunció esas palabras de feliz memoria. ¿Qué dijo? ¿Disculpó a los atacantes? Dijo algo más: «Es para nosotros una gran vergüenza no haberles enseñado mejor la religión cristiana».


He aquí cómo el perdón se consuma finalmente en el sacrificio: el ofendido acaba asumiendo la culpa del ofensor. De este modo se revela el significado redentor del perdón y la misión que aguarda a las víctimas, identificadas todas ellas con la suerte del Hijo de Dios, el cual no sólo disculpó a sus verdugos, sino que asumió sus culpas y dio la vida por ellos.

 
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