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Pluma Corazonista: En la Escuela de Jesús


Erbil se sostuvo detrás del tronco del sicómoro para poder seguirlos movimientos del rabí Joshua sin ser visto ni molestado, pues hacía un tiempo que había oído hablar de él y las cosas que se decían lo tenían muy intrigado. Esperaba descifrar sus posturas y afirmaciones sobre la realidad, lo que lo hacía vivir tremendamente inquieto y desasosegado.


Y ahora lo tenía ahí, al alcance de su vista, pues estaba sentado sobre una tela gruesa en un leve montículo rodeado de gente a la espera de sus enseñanzas. A pesar de tener cubierta la cabeza para protegerse del sol, mostraba su joven rostro sereno y amable. Para Erbil era la oportunidad ansiada.

A sus jóvenes años todavía no se había decidido a seguirlo como lo hacía su amigo Natanael. Él necesitaba más pruebas y mayores precisiones; sin embargo, algo especial lo atraía de aquel itinerante maestro tan fuera de todo lo que en su corta vida había conocido en Galilea.


Natanael le hablaba de él con entusiasmo, pero a Erbil se le hacía que Nat, como le llamaba afectuosamente, era un poquito exagerado. No razonaba lo suficiente para su gusto. Y le parecía que se dejaba llevar más por el afecto y su extremada sensibilidad que por la verdad oculta en la realidad, por la que él sí estaba interesado.


Estaba todavía acomodándose bajo el no tan frondoso árbol, porque el sol pegaba a pleno, cuando de pronto le llegó con claridad una frase pronunciada por el maestro, y que era como aquellas que a él le producían inquietud y zozobra.


“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños…”.