Sentires en la vuelta a la presencialidad
El lunes 13 de septiembre regresamos a la presencialidad plena en el Colegio Sagrado Corazón de Villa General Belgrano. Las clases volvieron a completarse con bancos y niños. La semana previa se prepararon las aulas, se tomaron medidas, se ubicaron los bancos faltantes y las docentes reacomodaron sus planificaciones. Ese día, algo que dieciocho meses atrás parecía un sueño, estuvo lleno de emociones encontradas de niños y docentes.
A comienzos del año escolar, con la vuelta a la presencialidad, me tocó estar junto a mis compañeras en el primer día de clases recibiendo a los niños en el portón de ingreso con una máscara, un barbijo, un termómetro y un spray de alcohol. Ver a cada alumno me erizaba la piel, parecía increíble reencontrarnos; fue una mezcla de emociones entre las ganas de abrazarnos y el miedo a contagiarnos. Poco a poco pasaron los meses y nos fuimos relajando. Pasado el receso escolar de invierno llegó la primera señal de que estábamos volviendo a la “normalidad”: regresaban los contraturnos y mis clases de treinta minutos con cada burbuja pasaron a ser de una hora y un poquito más. Aún con este sistema, era un placer volver a las tardes con clases prácticamente personalizadas: ninguno podía dejar de aprender, teníamos tiempo de sobra para que todos participaran.
A las pocas semanas un rumor entre pasillos comenzó a resonar: venía la presencialidad plena. Las dudas aparecieron rápidamente… ¿cómo acomodar la planificación que no coincidía plenamente entre burbujas?, ¿cómo respetar la distancia entre alumnos?, ¿cómo sería el reencuentro entre ellos, con nosotras, el espacio reducido y muchos niños…? ya no sería tan personalizado, ¿cómo optimizar el tiempo de actividades para que fuera enriquecedor para todos? y muchas, muchísimas más voces se escuchaban entre las docentes. Pero una voz las tranquilizaba con un comentario: “Volvemos al trabajo que hacíamos en 2019”. Frase que resonaba en mí porque, si bien esa era la modalidad, muchas cosas habían cambiado.
