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MI SIR 2025

  • comunicacion209
  • 3 oct
  • 3 Min. de lectura

Cuando me invitaron a representar a la Provincia América Austral en Roma, no imaginaba todo lo que iba a vivir. Llegué con expectativas, dudas y mucha curiosidad… y me encontré con una experiencia que me marcó profundamente en lo humano, lo comunitario y lo espiritual.

 

Al llegar a Roma, lo primero que me impresionó fue la majestuosidad de la ciudad: sus iglesias, su historia, sus grandes manifestaciones religiosas. Sin embargo, en medio de tanta grandeza, me costaba reconocer al Jesús cercano que conozco.

 

El primer lugar donde lo descubrí fue en un compartir grupal, cuando un hermano describió nuestro carisma como una familia sencilla, que no busca puestos ni reconocimientos en la Iglesia, sino que se contenta con vivir la fraternidad, el servicio silencioso y el amor con los más vulnerables.

 

Esa experiencia se volvió aún más concreta cuando, en la tarea cotidiana de lavar los platos, vi que el primero en ponerse a servir era el Superior general. No fue un gesto aislado: cada día, él era el primero en disponerse con alegría, humildad y silencio a nuestro servicio. Ahí comprendí que el carisma no se predica solo con palabras, sino con gestos sencillos de amor.

 

Me impactó muchísimo el intercambio cultural con personas de tantos países distintos del mundo. Descubrir que, en medio de tantas diferencias de idioma, costumbres y realidades, había un carisma común que nos unía, fue una de las experiencias más fuertes. A los pocos días ya me sentía familia con ellos, como si nos conociéramos desde siempre. También me sorprendió cómo las barreras idiomáticas —entre el francés, el inglés y el español— no fueron obstáculo para vivir la fraternidad y sentirnos parte de la vida del otro. Bastaba una sonrisa, un gesto, un servicio compartido, para reconocernos hermanos en el mismo espíritu.

 

Otro momento profundo fue el encuentro con los orígenes del carisma en la figura del P. Andrés Coindre. Siempre había sentido que no tenía mucho en común con él y por eso no me había interesado demasiado su historia. Pero al descubrir su pasión por los jóvenes, su sensibilidad frente a los más vulnerables, su capacidad de soñar y crear respuestas a las necesidades de su tiempo, y su deseo de encontrar colaboradores en la misión, me vi reflejado en esa historia. Coindre no se quedaba indiferente: como el Buen Samaritano, se dejaba conmover y se hacía cargo. No buscaba solo soluciones humanas, sino que mantenía siempre la certeza de que sin Dios nada sería posible.

 

Ahí entendí que muchas de sus inquietudes son también las mías: cómo transmitir el Evangelio a los jóvenes, cómo ofrecerles un espacio donde se sientan acompañados, promovidos en lo humano y fortalecidos en la fe. Y lo más significativo: descubrí que Coindre no era solo un soñador, creativo y predicador, sino un constructor de comunidad. No trabajaba solo; sabía asociarse para edificar, sostener y dar crecimiento a las obras. Eso me hizo reconocer que mi propia frustración al no poder responder a todas mis inquietudes tenía que ver con querer hacerlo solo, como si fuera un proyecto personal. Comprendí que el carisma que Dios me regaló es fraterno, y que estoy rodeado de muchas personas con quienes compartirlo y desplegarlo.

 

Al inicio de esta experiencia me preguntaba si tenía sentido hablar de hechos ocurridos hace doscientos años. Pero descubrí que el carisma no es solo la vida del fundador, sino también todo lo que fue creciendo a lo largo de la historia y en las personas que se dejaron guiar por él. Hoy soy consciente de que también nosotros estamos escribiendo esta historia: lo que vivimos y construimos en el presente abre camino para las generaciones futuras, que seguirán inspirándose en el mismo carisma Corazonista.

 

 

Abel Castro

Ciudad Autónoma de Buenos Aires



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