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La Asunción de la Virgen al Cielo (15 de agosto)

Después de cuatro meses de “clausura” debido al Coronavirus no somos los mismos. En un primer momento no podíamos creer lo que estaba pasando, después pensamos que estábamos siendo manipulados por los políticos y ahora, aunque seguimos con las dos primeras sensaciones, nos hemos rendido, estamos abiertos a interpretar lo que está ocurriendo como un llamado a la conversión, a un cambio, aunque no sabemos muy bien hacia dónde… pero, en definitiva, es hacia Dios y necesitamos acoger los dones que nos están llegando en este momento especial.

Nos damos cuenta de que el futuro no depende de nosotros, es inútil hacer planes. Lo único que nos da paz es entregarnos enteramente a la voluntad de Dios: confiar y gustar la bondad de las realidades que ya nos está regalando. “No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción” (Mt 6, 34).

La fiesta de la Asunción de María (15 de agosto) nos marca una dirección y un sentido: el destino de nuestra vida está junto a Dios. Aunque María camina con nosotros, pues la Madre nunca descuida a sus hijos, sabemos que nos espera en el Cielo, donde nos tiene un lugar reservado. Por María ha venido Cristo a la tierra y ahora nos cuida hasta que lleguemos al Padre: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo” (Ap 12, 10).

María no impide la respuesta al llamado de la vocación, sino que nos lanza a una respuesta madura y comprometida. Cuando todavía no había llegado su hora “Jesús regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos” (Lc 2, 51); ese amor materno, cuando nos toca responder comprometidamente, nos abre a la universalidad hasta que podemos decir: “todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 51).

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