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Amar a los enemigos (Para culminar el Jubileo de la Misericordia VI)


Hoy concluye formalmente el Jubileo Extraordinario de la Misericordia convocado por el Papa Francisco. Por nuestra parte hemos querido promoverlo con diferentes publicaciones relacionadas al mismo, ya que sin dudas ha sido un año muy significativo para todos los Corazonistas. Especialmente en este mes de noviembre hemos publicado una serie de textos de diversos autores, centrados en el perdón y la misericordia, que han sido recopilados y adaptados por el Hno. Gonzalo Carvajal. Hoy tenemos la última entrega.


AMAR A LOS ENEMIGOS


Conviene recordar que el sello o insignia de la religión cristiana es precisamente el «amor a los enemigos».


Antes que nada, habría que hacer una observación elemental. Suele hablarse con mucha ligereza de enemigos. ¿Quién es realmente mi enemigo? Llamo enemigo a quien sólo es un rival, alguien que intenta conseguir el mismo objetivo al que yo aspiro. Llamo enemigo a quien se interpone en mis deseos e incluso a quien no accede a ellos. Es sintomática esta corrupción del lenguaje, que se revela de mil maneras.


Llamo injusto a quien no me ha favorecido, a quien no ha sido parcial en mi favor. Pienso que me rebaja si no me alaba. Sus palabras me parecen casi ofensivas si no son halagadoras. ¿Con qué derecho supongo en él una actitud hostil hacia mí? La frase de san Pablo, el amor «no lleva cuentas del mal», según los exégetas, puede también traducirse así: el amor «no piensa mal», en cuyo caso ni siquiera habría lugar para el perdón, pues se reconoce que no hay nada que perdonar.


¿Quién es realmente mi enemigo? Llamo enemigo a aquel a quien atribuyo sentimientos de enemistad o aquel a quien yo he hecho objeto de mi enemistad. He ahí la perversión del lenguaje. Porque, efectivamente, es al revés: soy yo su enemigo.


Una vez hecha esta aclaración, repetimos que la señal característica del cristiano consiste no en amar al prójimo, sino en amar al enemigo. «Habéis oído lo que está mandado: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos» (Mt 5,43s).


Quienes escuchaban al Maestro siempre habían oído decir lo contrario. Estaban convencidos de que odiando a sus enemigos observaban la ley; una de sus plegarias habituales era pedir a Dios que los castigase, que los cubriese de oprobio o borrase su nombre de la faz de la tierra.


Entre los monjes de Qumrán era norma odiar a los enemigos, calificados como «hijos de las tinieblas». Por su parte, Confucio había establecido esta regla, tan razonable: al amor hay que responder con amor y a la enemistad con justicia.


¿Amar a los enemigos? Se trata, en efecto, de una doctrina nueva, insólita, muy extraña. Sabemos que el amor al prójimo es la piedra de toque de nuestro amor a Dios. Pero hay que añadir: el amor al enemigo es la piedra de toque de nuestro amor al prójimo. Porque entre amar al enemigo o amar solamente al amigo hay una diferencia cualitativa (no meramente cuantitativa, de mayor o menor extensión): si amo al enemigo, amo de verdad al prójimo, mientr